SIMBOLISMO DEL PIE EN LA PINTURA
El jubileo de la Porciúncula. Bartolomé Esteban Murillo.
Retablo
Mayor de la Iglesia de Capuchinos. Murillo, Bartolomé Esteban. Hacia 1665-1666.
Óleo sobre lienzo. 430 x 295 cm. Museo de
Bellas Artes. Sala V. Desamortización del Convento de Capuchinos.
El Retablo
Mayor de la Iglesia de Capuchinos incluía siete lienzos, entre ellos, San
Antonio de Padua y el Niño, San Félix de Cantalicio con el Niño y Virgen de la
Servilleta, que se conservan en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
"El Jubileo de la
Porciúncula",
se expone en el Wallraf-Richarz Museum
de Colonia y ha sido depositada temporalmente en Sevilla, hasta 2026, y el propio Murillo lo eligió
para que presidiera estos siete lienzos del retablo mayor de la iglesia de los Capuchinos.
El
jubileo de la Porciúncula. Murillo, Bartolomé Esteban. Óleo sobre lienzo. Hacia
1665-1666. Wallraf-Richarz Museum. Colonia.
Esta obra además de ser la pintura más
significativa, ha sido también la que ha sufrido mayor movilidad.
Durante la invasión napoleónica la comunidad capuchina
fue suprimida el 13 de febrero de 1810 y el convento fue convertido por los
franceses en un hospital.
Las pinturas de Murillo del altar mayor y otros
laterales se salvaron del expolio del mariscal Soult gracias a que en enero de
1809, por orden del definidor provincial, Luis Antonio de Sevilla, fueron
llevados en barco a Cádiz y después a Gibraltar.
Tras la expulsión de los franceses en
1812, y gracias a las gestiones de fray José Cambil y a la
intervención del gobernador militar Pedro Gilmaret, el convento fue
devuelto a la comunidad, el 2 de enero de 1813, y todos
los cuadros volvieron al convento, salvo los de San Miguel y la Santa
Faz, pasando con posterioridad, tras la
desamortización, a formar parte del Museo de Bellas Artes.
El convento fue restaurado y la iglesia fue
renovada y habilitada para el culto, con la
ayuda económica del Cabildo Catedralicio por lo que, en agradecimiento, el
convento donó a la catedral el cuadro del "Santo Ángel de la Guarda" en 1814.
El “Jubileo de la Porcíuncula” que,
como hemos comentado, presidía el retablo mayor de dicho templo, fue requisado
en el Alcázar
de Sevilla y trasladado posteriormente a la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, y en 1814 fue
devuelto al convento de los Capuchinos y los monjes lo entregaron al pintor
Joaquín Bejarano, como pago a su trabajo de restauración del resto de lienzos
de Murillo, que retornaron al convento muy deteriorados.
Bejarano lo vendió a José de Madrazo,
y de este pasó a manos del infante Sebastián Gabriel, a quien el gobierno
incautó sus obras de arte en 1835.
Pasó por el Museo de la Trinidad de Madrid
hasta que en 1861 fue devuelto al infante.
El hijo
del Infante lo vendió en 1898 a los Amigos del Arte de Colonia por lo que actualmente
pertenece al Wallraf-Richartz Museum de esa ciudad alemana.
Esta obra narra el momento en que Cristo
y la Virgen, rodeados por un coro de ángeles se aparece a San Francisco en la capilla
de Santa María de la Porciúncula, en 1216, para conceder el jubileo o la
indulgencia plenaria a todos aquellos peregrinos que la visitaran.
Esta capilla medieval se aloja bajo la
cúpula de santa María de los Ángeles en Asís, y constituye el núcleo de la
historia y la espiritualidad franciscana.
En ella fue fundada por San Francisco
la orden de Frailes Menores o Franciscanos. Allí vivió y murió el Santo. Se
celebraron los capítulos generales de la congregación. Santa Clara recibió el
hábito y fundó la orden de las Damas Pobres o Clarisas.
La escena está representada desde un
punto de vista cercano, como si el espectador fuera testigo directo del milagro.
La escena se divide en dos zonas. En la
inferior san Francisco arrodillado extiende sus brazos hacia la visión celeste,
rodeado por la penumbra de la capilla.
Este ambiente terrenal de tonalidades
oscuras y terrosas contrasta con la atmosfera resplandeciente de tonos
vaporosos y brillantes en la que se sitúa el grupo celestial.
Detalle de la zona inferior del cuadro
Detalle de la zona superior del cuadro
En esta pequeña iglesia de la Porciúncula, el 24 de
febrero de 1209, y mientras escuchaba la lectura del Evangelio, Francisco recibió
la revelación definitiva de su misión cuando escuchó estas palabras del
Evangelio: “No lleven monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a
visitar a conocidos...“(Lc, 10).
Así, cambió su afán de reconstruir las iglesias por la
vida austera y la prédica del Evangelio.
El eremita se convirtió en apóstol y,
descalzo y sin más atavío que una túnica ceñida con una cuerda, pronto atrajo a
su alrededor a toda una corona de almas activas y devotas.
Detalle de los pies descalzos de san Francisco
En el pie izquierdo destaca la
ulcera plantar correspondiente al estigma del clavo de los pies de Jesucristo.
Detalle del pie izquierdo con el estigma de la
planta
Sobre la estigmatización podemos comentar que después
de la crucifixión y según el Evangelio de Juan (Jn, 20:27-29) cuando Jesús entra en el Cenáculo, con las
puertas cerradas, y saluda a los discípulos, muestra los estigmas para
identificarse y luego dice a Tomás: “Mete tu dedo aquí, y ve mis manos y alarga
acá tu mano, y métela en mi costado y no seas incrédulo, sino fiel”.
La palabra estigma proviene del latín “stigma” y este a su vez del griego “στίγμα”. Son heridas
de aparición espontánea y que son similares las que infligieron a Jesus durante
la Pasión.
Tradicionalmente, se presentan en el costado (donde
Jesús fue atravesado con la lanza para confirmar que estaba muerto) y en ambas
manos y ambos pies (las heridas causadas por los clavos de la
crucifixión).
Es curioso que las heridas son similares a las
mostradas en la iconografía cristiana tradicional, o sea suelen ser marcas en
las palmas de las manos y no en el antebrazo, donde debió producirse el
enclavado de los miembros superiores.
Excepcionalmente, incluyen
representaciones de las heridas de la espalda causadas por la flagelación y de
las heridas de la cabeza causadas por la corona de espinas.
Además de su localización en las áreas de la Pasión de
Jesús, tienen otras características especiales, tales como que aparecen de forma instantánea, causando gran sorpresa
e impresión en quienes las reciben, sangran copiosamente y por
largos periodos o en determinadas fechas, su
sangre se mantiene siempre fresca y limpia, no se infectan, no
emiten olores fétidos o incluso desprenden aromas, se acompañan de fuertes
dolores tanto físicos como morales y no
se curan nunca con ningún procedimiento médico, por lo que permanecen un gran
número de años sin que pueda darse una explicación médica o científica.
Los estigmatizados lo consideran una inmensa gracia,
pero se siente indignos y ocultan sus lesiones.
Se considera que el primer estigmatizado fue Francisco
de Asís (ver),
pero en realidad el primer caso en la historia es el de la beata María de
Oignies (1177-1213) que recibió los estigmas en su cuerpo doce años antes que
Francisco de Asís.
María de Oignies pertenecía a las beguinas, una
asociación de mujeres contemplativas y activas que dedicaron su vida al cuidado
de los enfermos y a los necesitados. Trabajaban para mantenerse y eran libres
de dejar la asociación en cualquier momento para casarse.
La segunda persona en recibir los estigmas fue
efectivamente Francisco de Asís, que en las heridas de las manos y de los pies
presentaban raspaduras de carne en forma de clavos. Los de un lado tenían
cabezas redondas y las del otro tenían puntas largas que se doblaban para
arañar la piel.
Por considerarse indigno de ser portador de las
señales de la Pasión de Cristo, ocultaba
sus heridas llevando las manos dentro de las mangas del hábito y usando
medias y zapatos, pero muchos de sus hermanos en la Orden fueron
testigos de la existencia de tales heridas.
Desde entonces hasta el beato Pío de
Pietrelcina (1887-1968), uno
de los últimos casos, cuyas llagas permanecían cerradas todos los días y sólo
se abrían y sangraban los viernes, se han dado unos 250 casos de personas con
estigmas, en la mayoría de los casos con comprobación científica.
Algunos médicos, tanto católicos como librepensadores,
han sostenido que las heridas pueden haber sido causadas de modo enteramente
natural, aunque científicamente inexplicables.
La psiquiatría experimental afirma
que la imaginación puede acelerar o retardar las
corrientes nerviosas, pero no hay constancia de su acción sobre los tejidos.
Schnabel (1993) encontró un paralelismo entre los
estigmas y el Síndrome de Munchaussen, que es un trastorno emocional en que se
finge o provoca enfermedades.
En conjunto representan un fenómeno
místico extraordinario y por tanto se han convertido en el centro de un debate
teológico y científico muy importante.
Por Andrés Carranza Bencano