EL PIE Y LA PASION DE CRISTO EN LA PINTURA
CRUCIFIXIÓN
Cristo crucificado. Velázquez, Diego Rodríguez de Silva y. Museo del Prado
La pintura, fechable hacia
1630-1635, estando muy reciente su viaje a Italia, para el convento de las Benedictinas de San Plácido en
Madrid. Palomino señaló que el cuadro se hallaba en 1724 en la “clausura de san
Placido”, mientras que Ponz lo localizó en 1776 en la “Sacristía de la
Iglesia”.
Sobre su encargo y origen existen varias
historias y leyendas.
Una leyenda lo vincula con el intento
sacrílego de Felipe IV, de seducir a una joven novicia, Sor Margarita de la
Cruz, frustrado por la decisión de la joven de fingirse muerta en su celda con
flores y cirios junto a su ataúd. El monarca pensando que se había suicidado
por su culpa, regaló al convento varios presentes, entre ellos el “Crucificado”
de Velázquez como prueba de arrepentimiento y prenda de su penitencia.
En 1855, un historiador de arte, Don Gregorio
Cruzada Villaamil, hace alusión a esta leyenda: “Se atribuye la pintura al
1638, mandada pintar por el Rey a Velázquez quizás en desagravio del ruidoso
escandalo acaecido en el convento de la Encarnación Benita de San Placido en el
que figura el Protonotario de Aragón”. Y por su carácter anecdótica y
pintoresca, encontró particular aceptación entre los escritores románticos del
siglo XIX, y así la recogió don Ramón de Mesonero Romanos en 1861, Jose Amador de los Ríos y Ángel
Fernández de los Ríos , aunque
ninguno relacionó la pintura de
Velázquez con los pecados del rey
descritos en la leyenda.
Pero en 1914, este infundio fue refutado por
Pedro Beroqui y con amplia erudición por el Doctor Gregorio Marañón, al
comprobar, en los archivos de San Placido, que efectivamente existió una monja
llamada sor Margarita de la Cruz, pero que vivió muchos años después de los
hechos fantaseados por la leyenda, entre 1653 y 1699, y que no existe referencia
a contactos de Felipe IV con las monjas del monasterio.
Otra historia relaciona los hechos con la
inculpación de la Inquisición a las religiosas en mayo de 1628, acusadas de la
herejía alumbradista, de posesión diabólica, de falsa profecía y de prácticas
indecorosas, y el propio Protonotario, Don Jerónimo de Villanueva, fue denunciado
igualmente ante el Santo Oficio por encargar
pintar, a Julio César Semin, la imagen de su Ángel de la Guarda
con el nombre, señas, inscripciones y manera que el demonio había señalado a
una de las religiosas. La interrupción de su proceso inquisitorial, ordenado
por el Consejo Supremo, fue el motivo del encargo, en 1632, a Velázquez de la
pintura del “Crucificado” como muestra de agradecimiento a Dios.
Otra hipótesis, más reciente, menciona también a Don Jerónimo de
Villanueva, pero en este caso, el lienzo sería un regalo suyo al convento de
san Plácido con motivo de los actos de desagravio que realizaron numerosas personalidades,
ante el sacrilegio, cometido hacia un crucifijo, por parte de una familia de
criptojudios de origen portugués, en el año 1630, que profanaron sacrílegamente un Crucifijo, ultrajándolo,
vejándolo, azotándolo y quemándolo, por lo que, en julio de aquel mismo año,
fueron condenados a muerte en público Auto de
Fe.
El “Cristo Crucificado” de Velázquez permaneció en
el convento de san Placido hasta 1804, fecha en la que fue adquirido por
el valido de la corte Manuel Godoy hasta su caída en desgracia en 1814, cuando
pasó a manos de su esposa, la condesa de Chinchón, que intentó venderlo
durante su exilio en París, por motivos económicos. A su muerte en 1828 pasó en herencia a su
cuñado, el duque de san Fernando de Quiroga, que se lo regaló al monarca
Fernando VII y este, finalmente, lo cedió en 1829 al Museo Real de Pintura
y Escultura, actual Museo Nacional del Pardo.
Ha sido inspiración de
varias obras poéticas, siendo la más conocida por su fuerte intensidad
religiosa la escrita en 1920 por el filósofo Miguel de Unamuno con el
título:” El Cristo de Velázquez”, así como la poesía de José María Gabriel y
Galán.
Velázquez sitúa la imagen de
Cristo sobre un fondo verdoso oscuro como una tela de altar, sobre la cual se
advierte la sombra que proyecta el cuerpo, sin alusión alguna al paisaje del
Gólgota, como si se tratase más bien de una escultura, que paradójicamente
produce la impresión de un cuerpo real, vivo o recién muerto, sereno y de una
belleza delicada.
La cruz es de travesaños alisados, con los nudos de la
madera señalados, y con el título en hebreo, griego y latín, apoyada sobre un
pequeño montículo surgido a la luz tras la última restauración.
La figura de Cristo es
frontal, la cabeza, tiene un estrecho halo luminoso
que parece emanar de la propia figura, está inclinada, con el rostro semiculto
por un mechón de cabello largo, que cae lacio y en vertical, pero dejando ver
lo suficiente de sus rasgos y facciones nobles, constituyendo los elementos más
originales de la pintura, al conseguir obtener una imagen de la doble
naturaleza, divina y humana, de Cristo. Destaca el contraste de luces y
sombras, sobretodo en el rostro, fruto de la influencia tenebrista de
Caravaggio.
Existe una leyenda, seguramente falsa, según la cual
al impacientarse el artista porque no le gustaba como estaba quedando el
rostro, en un ataque de furia tiró los pinceles al lienzo, obteniendo una
mancha que dio origen a la melena que cubre el rostro.
El desnudo es el protagonista de la obra con
gran precisión en la anatomía del cuerpo, pero evitando
la grandiosidad hercúlea al modo miguelangelesco, que usaron tantos otros
artistas, y
pintando delicadamente la epidermis magullada a través de la cual el esqueleto
y la masa muscular que lo envuelve sólo se perciben en forma de sombras
discontinuas. A pesar de representa a un Cristo muerto, evita la sensación de desplome, eliminando la tensión en los brazos y elevando la cadera en un contraposto clásico que hace caer el peso del
cuerpo sobre la pierna derecha, aportando armonía y sensación de movimiento.
A pesar de la crudeza de la escena, la
cantidad de sangre empleada ha sido meticulosamente elegida, aunque se presume
que originalmente habría habido más que ha sido eliminada secundariamente por
el autor y en alguna de sus restauraciones. Solo
se advierten unos tenues hilillos de sangre, que manan de manos y pies y
resbalan por la madera de la cruz, la del costado apenas sugerida y la de la
corona de espinas que salpica de toques muy ligeros la frente, la boca y la
parte superior del pecho.
El paño de pureza (también
llamado perizoma), es muy reducido y sin derroche de vuelos, pero con especial detalle al tratamiento de los pliegues, a fin de poner el acento en el cuerpo desnudo. Es la parte más empastada
del cuadro, con efectos de luz obtenidos mediante toques de blanco de plomo
aplicados sobre la superficie ya terminada.
Se trata de un crucificado de cuatro clavos y los pies se asientan firmemente sobre un supedáneo, lo que de forma natural hace mostrar a Cristo como si estuviera en pie sobre el supedáneo, “sin torcimiento feo, o descompuesto, así, como convenía a la soberana grandeza de Cristo nuestro Señor”.
Además, buscando la mayor naturalidad, en el proceso de ejecución
de la obra, rectificó la posición de las piernas, que inicialmente discurrían
paralelas, con las pantorrillas casi unidas, y retrasando el pie izquierdo dotó
a la figura de mayor movimiento, al hacer caer el peso del cuerpo
sobre la pierna derecha con un leve balanceo de la cadera.
La representación del
Crucificado, con cuatro clavos en lugar de los tres de la forma más usual,
responde a la influencia de su suegro y maestro, Pacheco, que la había escogido
y defendido en varias ocasiones, aduciendo en su favor una estampa rara de
Durero que así lo presentaba.
Pacheco, se basaba en Francisco
de Rioja y en Ángelo Rocca, obispo de Tagasta, que en 1609 había publicado un
breve tratado sobre esta cuestión, y en las indicaciones contenidas en las revelaciones
a santa Brígida. Por ello, sostenía la mayor antigüedad y autoridad de la
pintura de la crucifixión con cuatro clavos frente a la más extendida
representación del Crucificado sujeto al madero con solo tres clavos, cruzado
un pie sobre el otro.
Francisco de Rioja
citaba a Lucas de Tuy, que sostenía que la costumbre de representar a Cristo en
la cruz con tres clavos era de origen maniqueo y que había sido introducida en
la Galia por los albigenses y en León por un francés de nombre Arnaldo.
Para Lucas de Tuy la crucifixión con tres clavos había sido adoptada para
aminorar la reverencia debida al crucificado, oponiéndose por ello a ese modo
de representación.
En cualquier caso, a partir del siglo XIII el modelo se impuso por todas partes, unido a la tipología del Crucificado gótico doloroso, hasta hacer olvidar la crucifixión con cuatro clavos, y cuando Pacheco quiso recuperar el modelo antiguo hubo de defenderse contra la acusación de introducir novedades.
Autor: Andrés Carranza