sábado, 20 de julio de 2024

 PATOLOGIA DEL PIE EN LA PINTURA

Hallux Valgus

San Francisco recibiendo la ampolla de agua.  Juan de Valdés Leal.

San Francisco recibiendo la ampolla de agua. Valdés Leal, Juan de. Hacia 1665. Óleo sobre lienzo. 204 x 130 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala VIII. Adquisición de la Junta de Andalucía (1990)

En esta composición, el santo (ver) aparece encerrado en su celda, arrodillado ante el crucifijo que preside un austero altar. 

Detalle del crucifijo

En el suelo, sobre la tarima, la calavera, símbolo de la meditación sobre la muerte, el libro o Sagradas Escrituras y el cilicio expiatorio.

Detalle de la calavera, el libro y el cilicio

El acontecimiento, recogido por alguno de los biógrafos del santo, como Salvatore Vitale, transcurre en el convento de Vivalvi, cuyo claustro aparece en la parte izquierda de la composición, donde también figura sentado el hermano León, custodio de san Francisco y su habitual acompañante en los distintos momentos místicos de su vida.

Detalle del Claustro del convento

Detalle del hermano León

El Santo se nos muestra interrumpido en su meditación por un ángel niño que desde las alturas le brinda una redoma o jarra de vidrio transparente con agua, que simboliza la pureza que debe tener todo aquel que quiera acceder al sacerdocio. En su humildad el santo piensa que nunca alcanzará tal perfección y renuncia a la ordenación sacerdotal.

Detalle del ángel con la ampolla de agua

San Francisco gira su cabeza hacia arriba para contemplar la visión, dotando de un cargado dinamismo a la composición.

Detalle del rostro del Santo

Destaca el pie descalzo con morfología griega y Hallux Valgus, el habito al descubierto la ulcera dorsal correspondiente al estigma del clavo de los pies de Jesucristo.

Detalle del pie estigmatizado

Después de la crucifixión y según el Evangelio de Juan (Jn, 20:27-29) cuando Jesús entra en el Cenáculo con las puertas cerradas y saluda a los discípulos, muestra los estigmas para identificarse y luego dice a Tomás: “Mete tu dedo aquí, y ve mis manos y alarga acá tu mano, y métela en mi costado y no seas incrédulo, sino fiel”.

La palabra estigma proviene del latín “stigma” y este a su vez del griego “στίγμα”. Son heridas de aparición espontánea y que son similares las que infligieron a Jesus durante la Pasión.

Tradicionalmente, se presentan en el costado (donde Jesús fue atravesado con la lanza para confirmar que estaba muerto) y en ambas manos y ambos pies (las heridas causadas por los clavos de la crucifixión). Es curioso que las heridas son similares a las mostradas en la iconografía cristiana tradicional, osea suelen ser marcas en las palmas de las manos y no en el antebrazo, donde debió producirse el enclavado de los miembros superiores. Excepcionalmente, incluyen representaciones de las heridas de la espalda causadas por la flagelación y de las heridas de la cabeza causadas por la corona de espinas.

Además de su localización en las áreas de la Pasión de Jesús, tienen otras características especiales, tales como que aparecen de forma instantánea, causando gran sorpresa e impresión en quienes las reciben, sangran copiosamente y por largos periodos o en determinadas fechas, su sangre se mantiene siempre fresca y limpia, no se infectan, no emiten olores fétidos o incluso desprenden aromas, se acompañan de fuertes dolores tanto físicos como morales y  no se curan nunca con ningún procedimiento médico, por lo que permanecen un gran número de años sin que pueda darse una explicación médica o científica.

Los estigmatizados lo consideran una inmensa gracia, pero se siente indignos y ocultan sus lesiones.

Se considera que el primer estigmatizado fue Francisco de Asís (ver), pero en realidad el primer caso en la historia es el de la beata María de Oignies (1177-1213) que recibió los estigmas en su cuerpo doce años antes que Francisco de Asís.

María de Oignies pertenecía a las beguinas, una asociación de mujeres contemplativas y activas que dedicaron su vida al cuidado de los enfermos y a los necesitados. Trabajaban para mantenerse y eran libres de dejar la asociación en cualquier momento para casarse.

La segunda persona en recibir los estigmas fue efectivamente Francisco de Asís, que en las heridas de las manos y de los pies presentaban raspaduras de carne en forma de clavos. Los de un lado tenían cabezas redondas y las del otro tenían puntas largas que se doblaban para arañar la piel. 

Por considerarse indigno de ser portador de las señales de la Pasión de Cristo, ocultaba sus heridas llevando las manos dentro de las mangas del hábito y usando medias y zapatos, pero muchos de sus hermanos en la Orden fueron testigos de la existencia de tales heridas.

Desde entonces hasta el beato Pío de Pietrelcina (1887-1968), uno de los últimos casos, cuyas llagas permanecían cerradas todos los días y sólo se abrían y sangraban los viernes, se han dado unos 250 casos de personas con estigmas, en la mayoría de los casos con comprobación científica.

Algunos médicos, tanto católicos como librepensadores, han sostenido que las heridas pueden haber sido causadas de modo enteramente natural, aunque científicamente inexplicables.

La psiquiatría experimental afirma que la imaginación puede acelerar o retardar las corrientes nerviosas, pero no hay constancia de su acción sobre los tejidos.

Schnabel (1993) encontró un paralelismo entre los estigmas y el Síndrome de Munchaussen, que es un trastorno emocional en que se finge o provoca enfermedades.

En conjunto representan un fenómeno místico extraordinario y por tanto se han convertido en el centro de un debate teológico y científico muy importante.

 NEUROLOGÍA

Noche de Verano. Gonzalo Bilbao.

Noche de verano en Sevilla. Gonzalo Bilbao. 1905. Óleo sobre lienzo. 100 x 187 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sala XIII. Donación de Doña María Roy (1939)


Con tantas olas de calor que nos están anunciando apocalípticamente los medios informativos, me viene a la mente este cuadro que pintó el gran artista sevillano Gonzalo Bilbao en lo que parece ser el verano de 1905 y que nos puede llevar a pensar, que en Sevilla siempre ha hecho calor en verano. Mucho calor. Y que esta era la forma de atajarlo: al fresquito y con abanicos en mano sin parar de mover el aire alrededor de la cara.

“Una noche de verano en Sevilla. Así tituló su autor al óleo sobre lienzo, que se encuentra en la sala XIII del Museo de Bellas Artes de Sevilla, por si quieren visitarlo.

Nos traslada a una noche tórrida de verano de un corral de vecinos, que bien podría ser de Triana, la Macarena o del centro.

Una noche de verano, donde el señor Willis Haviland Carrier, acababa de inventar lo que a más de uno en Sevilla le ha salvado la vida, que no es otra cosa que el aire acondicionado.

Y bien y muy acertada es la queja de mi querido José María Gil Arévalo, “Panino, porque a este señor, todavía, no le han dedicado una calle en el extenso nomenclátor sevillano.

Pero en 1905 este invento, aún, no había llegado a nuestra ciudad y así se refleja en esta pintura costumbrista que describía con sus pinceles Bilbao. 

Se trata de una escena nocturna en la que un grupo de personas de edades muy dispares aparecen durmiendo, al aire libre, recostadas en sillas y hamacas, bajo grandes árboles. 

Detalle del cuadro sin marco


Esta escena acontece bajo la luz de la luna, de la luna llena y dos faroles, uno en el centro de la composición y otro en el interior de la casa que aparece a través de la puerta entreabierta, plasmando con una pincelada suelta y rápida, en ocasiones algo empastada, los claroscuros, que dejan ver la sombra de los naranjos frente a la luz intensa de una luna llena, bañándolo todo de luz tenue, dejando entrever la acción que se produce. 

Estos momentos se producían habitualmente en nuestra ciudad a diario en las noches de verano.

Típicas eran las noches de tertulia en las casapuertas, donde el que sabía leer, a modo de periodista de la segunda edición del telediario, leía las noticias de El Correo de Andalucía o El Liberal, departiendo las que se producían en la ciudad cada día, que eran comentadas por sus vecinos cada noche.

También donde la familiaridad del vecindario era cómplice de las alegrías y las penas de sus vecinos. Todo se compartía, desde la alegría de un nuevo nacimiento en el corral, hasta el dolor de la muerte por el patriarca fallecido.

Eran, en fin, noches de familia, de tomar el fresco a la luz de la luna y esperar, si cabe, la llegada de un nuevo amanecer, donde el rito diario era lavarse la cara en una palangana humilde, un café, si acaso, o achicoria recalentada y de vuelta a la fábrica o a sus quehaceres diarios.

En la imagen se ven que son felices con poco. Con la humildad que se desprendía en estos arrabales o corrales de vecinos.

A la izquierda del espectador, se observa entre penumbras la pareja celebrando su amor, “pelando la pava”.

Detalle de la pareja

A la derecha la familia que descansa al frescor de la noche, reposando sobre el suelo, retorciéndose sobre el respaldar de una silla de enea o en una hamaca, donde daban rienda suelta a sus sueños.

Detalle del lado derecho de la escena

Durmiendo en una silla

Durmiendo en el suelo

Durmiendo en una hamaca

En el centro, el patriarca, con gorra de marinero, nos observa con su chicote en la boca, para hacernos partícipe del momento. Parece que nos va a dar las buenas noches, con un galgo durmiendo a sus pies, símbolo de la fidelidad, que ya se utilizara en el medievo en las esculturas funerarias. Con su candil encendido a los pies, cuya luz no desentona frente a la luz blanca y potente de la luna llena.

Detalle del patriarca con el perro y el candil


Una luna llena que bien podría ser de mediados de agosto, a la que ahora, les han dado por ponerles nombres raros, “la del ciervo”, “la de sangre”, “súper luna”. 

Gonzalo Bilbao investiga en esta obra el lado negativo en cuanto al color se refiere, dándole la vuelta a su paleta cromática.

Un pintor que retrata la luz sevillana, que pinta a esas cigarreras con una luz diurna que parece rivalizar con Sorolla cuando pinta la luz de las playas de Levante y en este caso, nos deja las sombras.

La poca luz que recibe la escena, la realza entre las sombras de la calurosa noche. Una escena pintada con colores fríos, que nos puede trasmitir frialdad en la escena con colores azules, que puede recordar al periodo azul de Pablo Ruiz Picasso, pero que realmente el espectador que se asoma al patio sevillano, sabe por su propia experiencia, que están pasando un calor infernal de una noche de verano.

Si pudiéramos escuchar la escena, solamente nos faltarían unos zumbidos de moscas y mosquitos sobrevolando a los personajes y multitud de grillos estridulando en orquesta sinfónica nocturna, frotando sus patas con las alas para dar el sonido característico de la calurosa madrugada sevillana y que tan bien imita mi amigo Juanito.

La destreza y maestría de Gonzalo Bilbao nos lleva a pensar en lo antónimo de la sensación, es decir, que con los colores fríos se puede representar el calor, ese calor que puede justificar las cefaleas de verano, que justifica que incluyamos este cuadro en la sección de Neurología.

Este calor, que según los expertos meteorólogos nos va a freír poco a poco y acabará con la humanidad. Esperemos que sea tarde. Muy tarde.

Autor: Javier Soriano Vilanova