EL PIE Y LOS CRUCIFICADOS DE SEVILLA
El Cristo de la Clemencia de la Catedral.
El “Cristo de la Clemencia” fue un
encargo personal de Mateo Vázquez de Leca, arcediano de Carmona y canónigo de la
Catedral de Sevilla, a Juan
Martínez Montañez en 1603, para su oratorio particular en la collación de San Nicolás, en cuya cabecera deseaba tener
un crucificado. Se supone que a pesar de su juventud debería tener una buena
situación económica, por sus lazos de sangre,
para permitirse este lujo, pues compensó al escultor con 600 ducados, más otros 300 en
los que se estipuló la obra, más 2 cahices de trigo.
En el Concierto para la ejecución de la obra, el 5 de abril de 1603, redactado
por Juan de Tordesillas, escribano público, el canónigo impuso a Montañés
una serie de características para la talla, además de las condiciones técnicas
habituales. Así, se especifica:”"Item es condición que el dicho Cristo a
de estar enclavado en la cruz arriba dicha con dos clavos en los pies y uno en
cada mano, que por todo an de ser quatro clavos". Y se añade "Item es
condición que el dicho Cristo crucificado a de ser mucho mejor que uno que los
dias passados ise para las provincias del Pirú de las Yndias". “ha de estar vivo antes de haber expirado, con
la cabeza inclinada sobre el lado derecho, y ojos abiertos, mirando a cualquier
persona que estuviese orando al pie de Él, como que está el mismo Cristo
hablándole y como quejándose de que aquello que padece es por él”.
De
esta manera, encarga un Crucificado vivo (sin herida en el costado), que conecta
directamente con el fiel según las directrices del concilio de Trento como
medio de llegar a Dios: “el honor que se da a las imágenes, se refiere a los
originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio
de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y
arrodillamos”.
El arcediano donó el Cristo
al Monasterio de la Cartuja el
24 de septiembre de 1614, “con
expresa condición de que jamás se sacase ni enajenase del convento”. Fue depositado en la capilla del Nacimiento
o de San Bruno, y en 1616 se
instaló en la capilla de Santa Ana, en la que podía tener culto público.
En
la Cartuja permaneció hasta inicios del siglo XIX, fecha en que fue trasladado
al Alcázar, durante la invasión francesa, pues a pesar de los intentos de proteger
la Cartuja, se temía que debido a su gran extensión terminase convirtiéndose en
fortaleza y almacén para los franceses. Por ello, conociendo el interés de los
invasores en las riquezas patrimoniales, se ordenó el traslado a las
dependencias del Alcázar entre el 15 y el 30 de abril de 1811.
Regresó a la Cartuja el 13 de octubre de
1813 y volvió a abandonarla en 1835 por la Desamortización de Mendizábal. Cuenta Rafael de
Besa que probablemente en 1836 el Cristo estuviera guardado en un almacén de la
calle Colcheros, aunque no se
puede descartar la existencia de algún otro almacén y durante la primavera de
1836 cabe la posibilidad que pasase a depositarse en el convento de San
Pablo.
Tras
la Desamortización, en 1836, y debido a la guerra carlista fue
trasladado a la “Sacristía de los Cálices” en la Catedral de Sevilla.
En 1841 se inicia
la recogida de las obras para llevarlas al nuevo Museo de Bellas Artes que se
había creado en el antiguo convento Casa Grande de la Merced. En 1842 ya hay
testimonios de la presencia del Cristo en el museo.
En el museo,
debido a las dificultades para exhibirlo por sus grandes dimensiones, estuvo
colocado él solo en una pequeña sala anexa al salón principal (antigua iglesia
del convento) que desde ese momento y durante décadas sería conocido como el
“cuarto del Cristo”.
En 1845, fue
trasladado de nuevo a la catedral. La tradición ha apuntado a que fue producto
de una orden dada por la reina Isabel II, pero la justificación de la decisión
se relaciona con: “que solo en aquel Templo
era donde podía lucir su merito y no en el Museo por carecer de un sitio tan a
propósito como el que allí tenia; á mas de que la veneración que en Sevilla se
le tributa hacia necesaria dicha traslación”.
La Comisión
de Monumentos respondió marcando como día de la recogida el sábado 31 de mayo
de 1845 a la una del mediodía, momento en que se hallaría en el Museo un vocal
de la comisión junto al secretario a la espera de recibir y recoger el
resguardo de entrega, que fue el que sigue: “He recivido del Conserge del Museo
Provincial de esta Ciudad la efigie titulada el Cristo de Montañes en estado
perfecto de conservacion; y para resguardo del mismo firmo el presente en
Sevilla a 31 de Mayo de 1845. Como encargado del Yltmo Cab. Ecco. Joaquin
Perez”.
En toda la
documentación del proceso siempre queda claro que el carácter del traslado era
en calidad de depósito, por lo que en ningún momento se renuncia por parte del
Museo a la propiedad del Cristo de la Clemencia, y
desde 1993 se sitúa en una capilla propia en la que se ubica actualmente.
Es una escultura de
bulto redondo, realizada en madera de cedro, tanto la
imagen como la cruz arbórea, de 1’90
metros de pies a cabeza. De la policromía se encargó el pintor Francisco Pacheco, que practicó las
técnicas del encarnado y del estofado. Es una policromía mate, sin
presencia de brillos, encarnaciones muy naturales, y escasa presencia de sangre
(característica de Pacheco), la justa y necesaria para evidenciar las heridas
de Cristo.
Es una talla religiosa, con iconografía
de Crucificado vivo en el que la
expresión del dolor es contenida y serena.
La cabeza está
inclinada y apoyada sobre su hombro derecho, como
si el mundo le pesara.
Los ojos abiertos y la mirada serena dirigida
hacia abajo, directa al creyente que se sitúe delante de él, en
un plano inferior, aceptando las peticiones del
arcediano, cuyo fin era que todo aquel que se postrara ante él, sintiera el
dolor de Cristo con sólo mirarlo. Recuerda a Jesús de la Pasión de Martínez
Montañés del 1615, donde ambas imágenes parecen perdonar al pueblo de los pecados
cometidos, aunque el Cristo de la Clemencia tiene una mirada más directa al
espectador.
La boca se presenta
entreabierta, mostrando los dientes tallados, acercándonos al
realismo. La imagen parece coger aire, por lo que el conjunto de ojos y boca,
da una sensación de comunicación con el espectador, reflejando
una profunda tristeza.
Destaca el reguero de sangre que brota de la nariz del
Crucificado, nada habitual en otros Crucificados de la época, siendo difícil
constatar si estamos ante una idea de Pacheco o un posible añadido posterior.
El cabello, totalmente tallado al igual que la corona de
espinas, que en realidad son gruesas ramas de espino que se han
trenzado y que forman una especie de casquete, impresionando como se clavan las espinas en el rostro.
El canon
resulta esbelto, y los brazos son cortos, consecuencia de la persistencia del
manierismo.
El
cuerpo es alargado y sin presencia de heridas (no aparece la herida
en el costado), solo la sangre que cae desde la cabeza a
causa de las heridas provocadas por la corona de espinas y las venas muy
inflamadas en los brazos y pies. El estudio anatómico es perfecto en las formas y
comedido en la tensión muscular. El cuerpo está totalmente
proporcionado en todo su conjunto, con aspecto atlético y bien
musculado, quizás por influencia del propio Miguel Ángel. Destaca la morbidez del cuerpo desnudo,
en el que apenas se dejan sentir las huellas de los padecimientos sufridos.
Como
prenda tan solo porta un paño de pureza blanquecino, que se recoge en un nudo hacia su lado derecho, con
pliegues abundantes y de pequeño tamaño. La cuidada policromía de Francisco Pacheco le proporciona
un juego de luces y sombras y dan cierto dinamismo a la escultura.
Hecho destacable
es la colocación de los pies que se cruzan en lugar de disponerse en paralelo.
La pierna derecha pasa por delante de la izquierda, creando una tensión
evidente entre ambas. Se observa la presencia de 4 clavos (1 en cada mano, 2 en
los pies), en relación con la visión de Santa Brígida, monja sueca, cuyas
revelaciones fueron recogidas en los tratados de Francisco Pacheco. Existencia
de rigidez en los dedos de los pies, quizás a causa de todo el peso del cuerpo.
No es habitual que el Cristo de la Clemencia abandone la Catedral para salir en procesión puesto que no fue concebido para ello. El 2 de abril del 1920 participar en el Santo Entierro Grande en el paso de Santas Justa y Rufina y el 19 de marzo de 1952, sobre el paso del Calvario, para clausurar las misiones organizadas por el cardenal Segura.
Autor: Andrés Carranza Bencano