TRAUMATOLOGÍA
Rizartrosis
Vieja friendo huevos. Diego Velázquez.
Es un cuadro pintado en Sevilla en 1618, cuando tenía 19 años, un año
después de su examen como pintor.
En 1698 aparece mencionado, junto a otros bodegones de Velázquez, en el
inventario de las pinturas de Nicolás Omazur, comerciante flamenco, establecido
en Sevilla y amigo de Murillo. Se describe como un lienzo de una vara de alto
sin marco con “una vieja friendo un par de huevos, y un muchacho con un melón
en la mano”.
A comienzos del siglo XIX es comprado en Sevilla por el pintor David
Wilkie, como una fruslería, y lo vende en Londres por 40 libras.
En 1813, de la colección de John Woollett es subastada en Christie´s de
Londres, el 8 de mayo de 1813.
En 1883 Charles B. Curtis (Velázquez and Murillo: A descriptive and
historical catalogue) publicó el cuadro, por primera vez, como obra de Velázquez.
Finalmente, tras pasar por distintas colecciones británicas sería
comprada por la National Gallery de Edimburgo por 57.000 libras, a los
herederos de sir Francis Cook.
El tema es una novedad, en cuanto representa una escena aparentemente
trivial o cotidiana, de una anciana cocinando unos huevos en un hornillo de barro
cocido, junto a un muchacho que porta un melón y una “frasca” de vino, en el
interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y
sombra.
Vieja friendo huevos. Diego Velázquez. 1618. Óleo sobre lienzo. 100,5x119,5 cm. Galería Nacional de Escocia. Edimburgo. Reino Unido
La luz se dirige desde la izquierda e ilumina por igual todo el primer
plano, dejando el fondo en oscuro, con lo que la existencia de la pared nos lo
indica el cestillo de mimbre y unas alcuzas (lámparas de aceite) que cuelgan de
ella.
El cestillo de mimbre hace alusión al conocido refrán “Con estos mimbres
no se puede hacer más que este cesto”, que da a entender que algo no da más de
sí. Al mismo tiempo rememora la Sevilla de su época, la de la “laguna de la
Feria“(ver) y el oficio de la “cañavería”, actividad comercial
vinculada a la elaboración de
cestos con los mimbres y aneas obtenidos de las plantas, que espontáneamente
crecían en las orillas, tanto del río como de la propia laguna.
Las alcuzas que
cuelgan de la pared del fondo son el símbolo barroco de la “vigilancia”, de la
luz capaz de ver, desde la experiencia, el pasado y el futuro. Para Dámaso Alonso
la alcuza podría considerarse como el emblema de la humanidad que, si por un
lado representa las necesidades de la vida diaria (la luz, el fuego y el
alimento), expresa también la imagen simbólica de la sabiduría, que el propio
poeta lo insinúa:” en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza”
(verso 142 de Dámaso Alonso en “Mujer con alcuza. Hijos de la ira”) (ver).
A la derecha, hay una
mesa con determinados objetos que conforman uno de los mejores bodegones del
arte español. Un plato hondo de loza con un cuchillo, un mortero de bronce, una
cebolla roja y guindillas, una jarra de loza vidriada blanca junto a otra
vidriada de verde y un caldero de bronce apoyado en el anafe.
Los expertos
consideran que Velázquez, a pesar de su juventud, quiso dignificar el género
del bodegón, que era desdeñado por los teóricos en esos años, al considerarlo
el escalón más bajo del arte.
En el centro de la
composición, las figuras humanas se iluminan sobre un fondo neutro, para
destacar los contrastes entre la luz y la sombra, una de las características
que le sitúa en el Naturalismo Tenebrista de Caravaggio.
El muchacho aporta un melón y una frasca de vino. Dirige la mirada al espectador. Presenta un aspecto físico, corte de pelo y vestido que nos conduce al mundo popular que contemplaba, a menudo Velázquez, en la vida diaria de la ciudad.
Posiblemente
el muchacho sería Diego Melgar, un ayudante de su taller, que Velázquez tenía educado para que le sirviese de modelo y
que posteriormente sería contratado como aprendiz.
El melón que lleva el muchacho se denominaba “melón de cuelga”,
pues preparado con el atadillo permitía colgarlo, con lo que se conseguía una
durabilidad de hasta dos meses. Era típico del Sur y de los pueblos extremeños
y Velázquez podría conocer esta práctica en su etapa de juventud sevillana (Víctor
Hurtado).
La anciana está sentada y presenta un gran realismo por la suciedad del
paño con el que se cubre la cabeza. Su mirada parece perderse en el infinito, con cierto aire de misterio, pues eleva la cabeza hacia el muchacho, pero no se
“fija en él”, es “ese mirar sin ver” o quizás “ceguera”, con una extraña
sugerencia de sabiduría y de experiencia. Sus labios entreabiertos parecen
decir algo al pequeño. Algunos críticos consideran que se trata de María del
Páramo, la suegra del pintor, la esposa de su maestro Pacheco.
En
un anafe u hornillo presenta un par de huevos flotando en el líquido dentro de
una cazuela de barro, y “logra mostrar el proceso de cambio por el cual la
transparente clara del huevo crudo se va tornando opaca al cuajarse” (Giles
Knox), con lo que capta lo fugaz y efímero, deteniendo el proceso en un momento
concreto.
La anciana, en
la mano derecha lleva una cuchara de madera y en la izquierda un huevo que se
dispone a cascar contra el borde de la cazuela, mientras, como hemos comentado,
eleva la cabeza hacia el muchacho que acaba de entrar, proporcionando la
dicotomía entre el sentido de la vista y del tacto.
Desde
el punto de vista médico es interesante el realismo con que el pintor capta la
artrosis bilateral de las manos de la mujer, concretamente la “Rizartrosis” o alteración
degenerativa de la articulación Trapecio-Metacarpiana del pulgar, que
habitualmente provoca dolor y dificultad para el uso de la pinza de la mano,
que nos permite manejar los objetos al
unir el pulgar con los demás dedos.