INFECCIONES-EPIDEMIAS
La Epidemia de Peste en la Sevilla de 1649. Anónimo.
La Epidemia de Peste
en la Sevilla de 1649. Anónimo. Siglo XII. Óleo sobre lienzo. Museo del Hospital
del Pozo Santo. Exposición temporal. Baratillo una Corona de Piedad y Caridad 2024
Actualmente conocemos que La peste bubónica es una infección bacteriana grave producida
por la bacteria Yersinia Pestis, que se adquiere por picaduras de pulgas
infectadas y por exposición a fluidos corporales de un animal infectado.
Se caracteriza por
inflamación de los ganglios linfáticos infectados (bubas), los primeros
síntomas son similares a los de la gripe, tales como fiebre, dolor de cabeza y
vómitos, y se presentan de uno a siete días después de la exposición a la
bacteria.
Los ganglios linfáticos, inflamados y dolorosos, localizados en las áreas
más cercanas a la entrada de la bacteria al organismo, pueden abrirse y expulsar
material purulento al exterior.
Pero, durante
siglos, la peste ha atemorizado a toda Europa por desconocimiento, su alta
mortalidad e incapacidad de cura.
La primera epidemia de la que se tiene registro fue la que
afectó al Imperio Romano de Oriente y fue nombrada como la “Plaga de
Justiniano” por acontecer durante el gobierno del emperador Justiniano I, que
la sufrió y sobrevivió a ella.
A finales de la Edad Media, Europa experimentó el brote
epidémico más mortífero de la historia, con la Peste Negra, en el año 1347,
matando a un tercio de la población europea.
También existen
evidencias de la aparición de peste entre los siglos VI y VIII. A partir de
1670 la enfermedad fue perdiendo fuerza poco a poco y solo se registraron
brotes localizados. La última peste conocida en Europa durante la edad moderna
fue la de Marsella en 1732.
La
peste que aconteció en Sevilla en 1649 fue un suceso con un índice
extraordinario de mortalidad, acabando en pocos meses con más de la mitad de la
población.
Esta alta mortalidad no solo fue debida a la enfermedad
en sí misma, sino también a una serie de factores adversos que se produjeron en
los meses de la primavera de aquel año, según Aguado de los Reyes (1989).
El primero fue un importante temporal con vientos
huracanados y fuertes lluvias persistentes y abundantes en el mes de marzo: “Viose una cosa no vista en Sevilla: que fue no salir cofradía
alguna a causa de continuar las aguas” (Morales Padrón, 1981).
A consecuencia de estas lluvias el río se desbordó, el
Guadalquivir creció tanto que partes de la ciudad quedaron inundadas por
completo: “Inundando enteros barrios,
y en particular la Alameda, tanto que se navegaba con barcos”
(Anónimo, 1649, p. 4r.).
El segundo de estos factores, que ayudaron a que la
epidemia de peste fuese aún más mortífera, fue la escasez de alimentos, pues,
debido a las abundantes lluvias y bajas temperaturas, las cosechas se
estropearon, la recolección fue muy escasa, y en consecuencia subieron los
precios del trigo, y la población sevillana tuvo grandes dificultades para
adquirirlo, siendo los sectores más humildes de la población, los más afectados.
También
hay que tener en cuenta que, a partir del siglo XVI, la ciudad de Sevilla
experimenta un importante crecimiento demográfico, hasta situarse como la
ciudad más poblada de España. En el año de la peste contaba con 125.000
habitantes, más que cualquier otra ciudad europea, solo superada por Londres,
París y Nápoles.
También
era la ciudad más cosmopolita por las visitas y la permanencia de extranjeros
de todas partes del mundo, comerciantes, esclavos y trabajadores, atraídos por
sus riquezas, ya que, en 1503 los Reyes Católicos le concedió el monopolio de
control de la exportación hacia América, de manera que todo el comercio tenía
que salir del puerto de Sevilla, por lo que la ciudad hispalense, se convirtió en la puerta del
Nuevo Mundo.
Además, Sevilla tenía diversas industrias importantes, como la primera fábrica de chocolate, la alfarería, la fabricación de pólvora en Triana, los astilleros, la fabricación de jabón, las imprentas desde donde se exportaba un importante número de libros, e incluso tenía una Casa de la Moneda.
La industria textil se especializó en tejidos de lujo
fabricados con oro y plata. Las industrias de la seda exportaban este valioso
material a Inglaterra, Holanda, etc.
Al mismo
tiempo, y en contraposición a la visión de Santa Teresa (“esta tierra no es
para mí”), Sevilla era vista como una “Nueva Jerusalén”, con una enorme
cantidad de iglesias, parroquiales y conventuales, ermitas y oratorios, y gran
numero de órdenes mendicantes, que vivían de las limosnas y las donaciones, y
todo ello presidido por un excepcional templo catedralicio.
Los
rumores de peste comenzaron extramuros de la ciudad, en el barrio de Triana, y,
silenciosamente, se fue extiendo poco a poco por todas las calles. Según las
fuentes de la época la epidemia habría llegado a Sevilla con la ropa infectada
que venía de Cádiz: “Esta pestilencia, pues dizen vulgarmente comunicaron vnos gitanos
a Triana en una ropa de Cádiz”
(Anónimo, 1649).
En poco
tiempo empezó a enfermar y morir mucha gente por la peste, más de 60.000
personas, tanta que la ciudad tuvo que organizarse para poder atender a sus
ciudadanos, pues los cuerpos de los fallecidos, en las propias calles, impedían
el paso de los supervivientes. Para Domínguez Ortiz la peste fue una de las causas
específicas del ocaso de la ciudad hacia la mitad del siglo XVII.
Los enfermos eran transportados al hospital de las “Cinco Llagas” (ver) en barco desde Triana, en escaleras a modo de camillas, en sillas cargadas por hombres y en carros tirados por caballos o bueyes.
Se desarrollaron hospitales
específicos de enfermería, que la Junta ordenó montar cuando el hospital de la
Sangre se llenó de enfermos: “Viendo los señores de la junta real, que los enfermos no cabian en
el Hospital de la Sangre, con ser tan inmensa su capacidad, decretaron se
formasen otros dos en Triana, a la parte que mira al monasterio de la Cartuxa:
uno para enfermería y otro para conualecencia» (Anónimo, 1649;
p10r).
Hospital de las
Cinco Llagas u Hospital de la Sangre
En el
hospital de las Cinco Llagas se abrieron salas nuevas para poder albergar a la
máxima cantidad de infectados: “Se hallaron
en el famoso Hospital de la Sangre diez y ocho salas nueuas, (…) y esto se
entiende sin las que ocupauan los Religiosos, los Médicos y Cirujanos que
curauan y Ministros que seruían en el contagio” (Anónimo, 1649,
p. 6 r).
En estas salas se repartieron los enfermos según su capacidad, y se dividieron a los heridos entre hombres y mujeres.
A los apestados se les proveía de alimento y medicina por un torno, para evitar el contagio.
El encargado de preparar la
comida era un religioso de San Antonio de Padua, Fray Gerónimo de Jesús María.
En
cuanto a su gobierno, la junta nombró como administrador del contagio en el
hospital a Don Antonio de Viana, que murió rápidamente. Tras él se nombró al
licenciado Don Juan Peculio, que corrió con la misma suerte y falleció de
inmediato.
Muchos
de los médicos y cirujanos que venían a curar a los enfermos de peste en el
hospital, murieron desempeñando su oficio.
Además
del personal sanitario, los frailes tenían un papel importante durante el
desarrollo de la epidemia. Eran los encargados de impartir a la población los
sacramentos de la penitencia y la eucaristía, así como de enterrar a los
fallecidos. Igualmente queman ropas contagiadas y cuidan y trasladan a los
apestados. Estos trabajos conllevan el estar en continuo contacto con los
enfermos, por lo que se infectaban contrayendo la enfermedad y por supuesto
muchos de ellos murieron ejerciendo sus labores asistenciales.
Con tan
elevada mortandad, pronto se quedaron sin sitio para enterrar a los muertos.
Una vez ocupadas las parroquias y cementerios situados en suelo sagrado, la
junta de la ciudad mandó hacer varios cementerios o fosas colectivas y otros
tantos improvisados, los llamados “carneros”. Estos se extendieron por varias
zonas de la ciudad, una de ellas fue el hospital de las Cinco Llagas.
Un factor importante desarrollado durante la epidemia fue el “Miedo al contagio y a la muerte” con la consecuente desconfianza en las relaciones sociales, llegándose incluso a cometer actos tan inhumanos como el abandono de niños y de enfermos.
Algunos enfermos agonizantes, antes de que sus cuerpos difuntos fuesen comidos por los animales, prefirieron enterrarse mientras aún les quedaba un aliento de vida.
Otros, desesperados e invadidos por el miedo, no quisieron esperar a que les llegara el momento de su muerte y decidieron quitarse la vida.
Este delirio se apoderó de un padre que con sus propias manos
mató a su hijo, no se sabe si para liberarlo del sufrimiento, por la fiebre que
le producía esa locura momentánea, o por el miedo a la muerte: “Estando vn
enfermo con el frenesí, se leuanto de la cama, y a vn niño de dos años hijo
suyo, cogiéndole de los pies le estrelló los sesos en la pared” (Anónimo, 1649; p.19 r).
El imaginario colectivo de los sevillanos, ante el
desconocimiento científico de las causas de la peste, interpretó siempre el
contagio como un castigo divino, por los pecados cometidos por los habitantes de
una ciudad que la propia Santa Teresa de Jesús llamó en 1575 la “Nueva
Babilonia”. Por ello, se hicieron rogativas en la Misa y se realizaron
procesiones con nuestra Señora de los Reyes, San Laureano, San Sebastián, San
Roque y con el Lignum Crucis
Dicen
los cronistas que, tras la extinción de la enfermedad, los sevillanos que la
sobrevivieron reformaron sus conductas y renacieron más devotos y cristianos,
haciendo grandes demostraciones de piedad, acudiendo masivamente a las fiestas
de acción de gracias.
Tras
declararse a Sevilla libre de contagio, el administrador del hospital de la
Sangre colgó del edificio la bandera de salud, y en la misma explanada, en la que
se desarrolló tanto dolor y muerte, mandó organizar corridas de toros. Se
engalanaron con gallardetes los mismos carros que habían servido para transportar
a enfermos y cadáveres a través de aquella misma explanada.
Todo
esto, que hemos comentado se encuentra reflejado en el siguiente cuadro.
Su
carácter sacramental, su estilo popular y el protagonismo otorgado a la
clerecía sugieren que pudo haber sido realizado entre los muros de un convento
sevillano, probablemente no en el Pozo Santo, el que ahora lo alberga (ver),
ya que esta institución franciscana dedicada al cuidado de mujeres impedidas
fue fundada décadas después de los acontecimientos que el cuadro reproduce.
Sabemos
con certeza lo que se representa en el lienzo porque en la esquina inferior
izquierda, en un detalle de la muralla, sobre la parte superior del arco de la
Puerta de la Macarena, el pintor ha colocado un rótulo con la leyenda “AÑO DE
1649”, dato que sirve para situar el motivo de la pintura en la peste ocurrida
en este año en Sevilla.
Pero no
aparece datada la fecha de facturación. Tampoco se conoce el origen de la
presencia en su ubicación actual. El lienzo parece haber sido ligeramente
recortado en sus bordes, pues aparecen elementos incompletos y escenas y
figuras claramente seccionadas.
Su traza
recuerda al estilo naif, por la falta de perspectiva, la escasez de criterio en
las proporciones, la evocación a la infancia y el elaborado trabajo cromático.
El autor
adopta la perspectiva de pájaro, pareciendo como si hubiese pintado el lienzo
desde lo alto de la muralla.
El ambiente apocalíptico aparece en el cuadro por la
forma el que el autor ha pintado el cielo, con el predominio de los tonos
oscuros, y la presencia de unas nubes tenebrosas. Destacan los tonos ocres y
apagados, resaltando solo el rojo que alude a la situación epidémica y el
blanco asociado a la muerte y el luto.
El
lienzo representa una escena cotidiana de la vida de la ciudad de Sevilla en
tiempos de la peste, localizada en la explanada del hospital de las Cinco
Llagas, popularmente conocido como “Hospital de la Sangre”.
La parte
superior de la obra está ocupada por el hospital de las Cinco Llagas u hospital
de la Sangre, y ocupando algo más de la mitad inferior del cuadro se puede
observar una gran explanada situada entre el hospital y la muralla almorávide
de la puerta de Macarena. En este espacio inferior se desarrollan una serie de
escenas que parecen ordenadas de forma caótica.
El gran
edificio del hospital de las Cinco Llagas destaca sobre otros elementos,
sirviendo de telón de fondo. Llama la atención las proporciones con las que se
representa, como símbolo de su importancia durante la epidemia.
En la
fachada exterior se observan dos plantas articuladas por pilastras y columnas,
desarrollando un gran número de vanos flanqueados por balaustres, aunque el
pintor no fue demasiado fiel a la realidad, puesto que coloca las ventanas del
piso inferior más amplias que las del superior, cuando en realidad es, al
contrario.
En la parte central cabe destacar la portada principal
realizada en mármol blanco, presentando dos cuerpos, el superior con balcón
central y frontón rematado por una cruz patriarcal es sostenido por el inferior
formado por dos grandes columnas con sus pedestales. Detrás de la puerta, en la
zona superior del tejado, se aprecia una gran cúpula formada por un cuarto de
esfera que remata la capilla mayor de la iglesia del hospital
La puerta se encuentra abierta y en el interior se
pueden apreciar dos personas, una de ellas con hábito clerical.
Detalle
de la puerta del hospital
En la ventana
geminada de la torre suroeste del hospital se puede apreciar la bandera roja,
que simboliza la enfermedad, e informa a los sevillanos de la situación de
contagio.
Detalle
de la torre suroeste
En el extremo suroeste de la fachada, del costado del hospital, se alza una gran nave que avanzaba hacia la explanada y que amplía el hospital por esa parte.
En su interior se insinúan las grandes fosas o carneros que sirven de enterramiento colectivo.
La puerta de acceso, rematada con una colgadura encarnada, como
símbolo de enfermedad, sirve para permitir el acceso de los carros de
fallecidos provenientes de la ciudad.
Del costado este del hospital se observa la ceremonia de un entierro, en la comitiva se distingue un grupo de ocho personas con hábitos clericales dispuestos en tres filas.
En la primera, de las tres personas, la del centro
porta la cruz parroquial con manguilla de luto y los demás portan cirios
excepto el preste que va revestido de capa pluvial.
Le
siguen cuatro personas vestidas de negro con espadas cargando sobre sus hombros
un ataúd y al fondo dos personas también vestidas negro con sombreros. Por sus
ropas y la espada que cuelgan nos señala que el entierro era de algún noble o
dignidad eclesiástica.
En la
izquierda del cuadro, destaca la fuente monumental de la plaza, rematada por
una cruz, y los personajes que se disponen circularmente como las horas de un
reloj.
Dos
caballeros conversan a las espaldas de un clérigo con anteojos, probablemente
un jesuita.
Un
gentilhombre, con la mano extendida a su esposa, acompañada de sus domésticas,
observa a un infante que porta en su mano derecha una jarra o vasija para
llenarla de agua.
Un altivo
caballero montado sobre su cabalgadura, puede ser un aguacil, y detrás un
mendigo de color pide limosna.
Una mujer
contempla a sus dos hijos que juegan con su perro y un señor encorvado camina
con su bastón hacia la puerta del hospital.
En la zona
central de la explanada se reproduce distintos tipos de transportes de
pacientes y cadáveres.
Una
caballería porta sobre sus lomos unos fardos envueltos en lienzos blancos, tal
vez las ropas contagiadas que se trasladan al quemadero, una galera
congestionada de gente con un señuelo blanco y un carro descubierto con
personas dentro.
Una escalera
de madera, utilizada como camilla, ha sido abandonada en el suelo con su
difunto atravesado encima, a los pies de una mujer que gesticula su congoja.
Una persona
de color acaba de abandonar sus ropas, probablemente contaminadas, y avanza
desnudo y de rodillas hacia la puerta del hospital
Mientras un
hombre socorre a una mujer que se ha desplomado, otra mujer en estado
agonizante cae al suelo bajo la mirada expectante de un perro.
Hay varios perros
por el lienzo que posiblemente acudían a la explanada del hospital para
carcomer los cuerpos sin vida abandonados en el suelo o a medio enterrar en los
carneros.
Los
religiosos son grandes protagonistas de la obra porque, además de administrar
los sacramentos, curar y dar la vida por sus fieles, algunos de ellos se hicieron
inmunes a la enfermedad y no murieron a pesar de enfermar en varias ocasiones y
otros muchos se contagiaron y murieron en sus labores.
Un
franciscano capuchino reparte la comunión a un grupo de feligreses que se
arrodillan devotamente.
Varios frailes franciscanos aparecen sentados en sillas que utilizan como confesionarios, parecen moribundos.
Uno ya ha fallecido oyendo la confesión de un devoto
penitente que se encuentra arrodillado a su lado, mientras que otro de su
religión parece dirigirse a él portando en la mano algo envuelto en un paño
encarnado y rematado por una cruz, que podría ser el copón para administrar el
viático, en la agonía.
Otro está
confesando a una dama junto a un hombre y un niño que están tumbados en el
suelo, muertos por la peste.
Otro religioso, que lleva la cruz en el hábito de los hermanos del Buen Suceso (ver), también conocidos por enfermeros obregones, se dirigen a una mujer que lleva un niño pequeño en brazos.
La muerte
está presente en todo el cuadro y se puede apreciar una gran cantidad de cadáveres dispersos con cuerpos
tumbados, algunos amortajados con un sudario blanco, otros vestidos y otros
desnudos.
Aparecen dos
hombres a caballo, probablemente guardas destinados a evitar el pillaje, como
los que solían ponerse guardando los caminos y las puertas de la ciudad para
evitar así, en la medida de lo posible, la trasmisión del contagio por medio de
las personas y sus vestidos.
Al pie del
lienzo, bajo la vigilancia de los oficiales de a pie y a caballo, se pueden ver
amontonados junto a la muralla una variedad de muebles y enseres esparcidos por
el suelo, tales como una mesa, el cabecero de una cama, un baúl con ropa, una
guitarra, zapatos y hasta un colchón. Probablemente sea un espacio habilitado
como almacén improvisado, donde se recogían los objetos requisados por los
guardas de la cuidad, por ser sospechosos de contagio o de reventa, que más
tarde serían llevados a las hogueras para ser quemados.
En la zona
superior-izquierda del lienzo se distinguen una hilera de casas muy unidas y
arriba de estas, en el horizonte, sobresalen unas llamas que podían proceder de
las hogueras que se formaban para quemar la ropa apestada.