SIMBOLISMO DEL PIE EN LA PINTURA
Bailarinas. Edgar Degas.
¿Acaso
alguien imaginaría las célebres escenas de bailarinas de Degas sin la presencia
de sus pies, esos que condensan la esencia misma de la danza?
Entre sus lienzos dedicados al ballet
destacan dos con idéntico título, considerados los más complejos dentro de este
tema. Representan una visión idealizada del salón de ensayo de la Ópera de
París, donde jóvenes alumnas, acompañadas por sus madres, se preparan para el
día del examen. El único personaje fijo en ambas composiciones es el maestro
Jules Perrot, un coreógrafo de gran renombre en la época.
A lo largo de la historia del arte
muchos pintores se han volcado en un motivo predilecto: Rembrandt en sus
autorretratos, Cézanne en las manzanas, Van Gogh en los cipreses. Sin embargo,
ninguno cultivó una relación tan intensa con un tema como Degas con la danza.
En el momento de su muerte se contaban unas 1.500 obras, entre óleos, dibujos y
esculturas, dedicadas a las bailarinas, la mitad de toda su producción.
Esa fijación
resulta aún más intrigante si se considera que Degas era visto como un hombre
misántropo y misógino. El ballet del París decimonónico estaba lejos de ser un
espectáculo refinado: era un entretenimiento popular en el que abundaban los
espectadores masculinos de clase acomodada, interesados tanto en la técnica
como en la sensualidad de los cuerpos en escena. Los abonados a la Ópera
incluso podían acceder al foyer de danse, un espacio donde trataban
directamente con las jóvenes intérpretes. La mayoría de las bailarinas provenía
de familias humildes y entraba al teatro siendo niñas, con la esperanza de huir
de la miseria, bien logrando el estrellato, bien gracias al apoyo económico de
un protector.
Hacia 1870 la danza se convirtió en el
eje central de la obra de Degas y lo acompañó hasta el final de sus días.
Cuando la pérdida de visión le impidió pintar, comenzó a modelar esculturas de
bailarinas. Su mirada ensayó múltiples enfoques: desde la platea, el foso de la
orquesta o los palcos; en composiciones recortadas por el telón, al pastel, al
óleo o con tiza; figuras exhaustas, ensimismadas, distraídas o en pleno
movimiento.
La originalidad y la audacia técnica lo
situaron, junto a Tiziano y Picasso, entre los grandes innovadores de la
pintura occidental. Tras la muerte de Manet en 1883, se convirtió en una figura
intelectual de referencia en el ambiente artístico parisino. Su obsesiva
búsqueda de la perfección lo llevaba a trabajar durante horas sin descanso; era
tal su dificultad para dar por terminada una obra que se cuenta cómo un cliente
encadenó un cuadro a la pared para impedir que el pintor se lo llevara de nuevo
al taller.
Más allá de la destreza técnica, sus
lienzos transmiten una experiencia íntima: bailarinas sin rostro definido,
sudorosas, fatigadas o absortas en sus pensamientos. Frente a sus cuadros el
espectador se siente casi un intruso, un testigo oculto de un instante privado.
En lo personal, Degas fue un hombre
reservado y enigmático. Nunca se le conocieron relaciones afectivas. Manet lo
describía como incapaz de amar; Émile Bernard lo creía impotente; Van Gogh
opinaba que, si hubiese mantenido trato carnal con mujeres, habría perdido la
capacidad de pintarlas. A la par, su salud se quebraba: a partir de los
cincuenta años comenzó a perder la vista, lo que lo llevó a abandonar progresivamente
el óleo en favor del pastel, técnica que le permitía acercarse más al soporte y
trabajar con mayor precisión.
El avance de la enfermedad, sumado a su
carácter huraño, lo volvió cada vez más solitario. Pasaba largas temporadas
encerrado en su estudio, reacio a visitas y con arranques de cólera contra
cualquiera que invadiera su espacio. En sus paseos por París lanzaba insultos,
en especial de carácter antisemita, lo que le ganó fama de hombre amargado y
hostil. Su desdén por el comercio del arte lo llevó a vivir con estrecheces
económicas; acumuló deudas, fue llevado a juicio y terminó perdiendo su
vivienda.
Los últimos años de Degas
transcurrieron en la penumbra de la ceguera, errando por las calles parisinas,
aislado y sin compañía. Murió en 1917. Quedaron, como único legado, las obras
que hoy pueblan los museos del mundo. Resulta difícil imaginar que tras las
líneas delicadas y los colores luminosos de sus danzarinas se ocultara una
existencia marcada por la soledad, la obsesión y la amargura.
Muestra una vista del escenario, con varias bailarinas dando
la sensación de movimiento. Son captadas desde uno de los balcones laterales en
alto. Solo una se muestra de cuerpo entero, en un complicado y rápido giro, las
demás están cortadas. Al fondo, varias bailarinas, en rojo, esperan su turno de
actuación.
Muestra a las bailarinas del
cuerpo de la Ópera de París, junto a su maestro Jules Perrot. El cuarto está
iluminado por una gran ventana fuera del encuadre a la derecha pero que se refleja,
con gran maestría, en el espejo de la izquierda. Las bailarinas parecen que
están cansadas, pues mantienen posiciones indolentes como y rascarse la
espalda. Todas están representadas individualizadas, menos abstractas que en
muchas de sus otras obras posteriores, pero enfáticamente "desde la
distancia". La figura de Perrot, se
agregó a la pintura hasta 1875, basándose en un boceto anterior que también
utilizó para la variante de la pintura para Faure. También son llamativos los diversos detalles de
la obra, como el perrito, la regadera y las pilastras de mármol negro veteado
cuidadosamente trabajadas.
La versión complementaria de 1874 muestra la clase
en la antigua ópera de la rue Pelletier, que en realidad se había incendiado el
año anterior. Junto al espejo se ve aquí un cartel anunciando el Guillermo Tell
de Rossini.
En todas sus obras sobre las bailarinas destacan
los pies, en sus múltiples posiciones, necesarios para dar la sensación de
movimiento. Sin la presencia de los pies todas estas obras no tendrían ningún
sentido.
Por Andrés Carranza Bencano
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