jueves, 4 de septiembre de 2025

  PATOLOGIA DEL PIE EN LA PINTURA

Pie cavo

Soledad en el ocaso. Johann Heinrich Füssli.

Soledad en el ocaso. Johann Heinrich Füssli. Entre 1795 y 1800. Óleo sobre lienzo. 102 × 95 cm. Colección privada, Zúrich. (ver) (CC BY 3.0)

Füssli integra en su pintura ecos manieristas y clasicistas con una fuerte impronta romántica, dando lugar a atmósferas cargadas de lo sublime, lo irracional y lo onírico.

Soledad en el ocaso presenta a una figura ensimismada, en contemplación, concebida a partir de un modelo michelangelesco (la figura de Naasón en la Sixtina), que se transforma aquí en emblema de recogimiento y melancolía. A ello se suma la resonancia literaria del poema Lycidas de Milton, que aporta al conjunto una dimensión elegíaca y meditativa.

La obra refleja el interés del pintor por lo nocturno y lo psicológico, y por trasladar al lienzo aquello que desborda lo real para situarse en un ámbito metafísico y profundamente emocional.

El perro que aparece a la derecha, con el hocico levantado en un gesto de aullido, actúa como contrapunto simbólico: remite a la fidelidad y a la compañía, pero también prolonga el lamento de la figura humana, reforzando la sensación de aislamiento en el espacio crepuscular.

Detalle del perro

Un detalle especialmente revelador es el pie desnudo. En el lenguaje visual de Füssli, ese tipo de acento anatómico se convierte en un signo cargado de significación: fragilidad existencial y vínculo con la tierra, evocación de la tradición clásica y religiosa, y al mismo tiempo ruptura de la solemnidad del cuerpo cubierto.

El pie expuesto introduce un foco visual que tensiona la escena entre lo revelado y lo velado, entre lo racional que se expresa en el gesto y lo instintivo que se insinúa en la corporalidad. De este modo, el artista refuerza uno de los ejes centrales de su obra: la oscilación entre lo sublime y lo vulnerable.

Detalle del pie desnudo

En primer plano destaca la planta del pie izquierdo que constituyen un verdadero podograma de un pie cavo con sobrecarga de antepie.

Detalle del pie izquierdo

Esquema de podograma de pie cavo

Por Andrés Carranza Bencano


CARDIOLOGÍA

Una autopsiaEnrique Simonet Lombardo.

Una autopsia. “Y tenía corazón”. Óleo sobre lienzo. Simonet Lombardo, Enrique. 1890. 177 x 291,5 cm. Museo del Prado. Depósito en Museo de Bellas Artes de Malaga. (ver) Licenciado bajo CC BY 3.0)

En una habitación de penumbras, apenas iluminada por una lucecilla que rompe tímidamente la oscuridad, un médico practica una autopsia.

Se dice que para representar al doctor recurrió a un mendigo hallado en la calle, y que para el cuerpo de la joven utilizó el cadáver de una muchacha aparecida en el río Tíber, quizá embarazada. Solo después se supo que se trataba de una actriz sin nombre en el momento del hallazgo, quien, al parecer, se había quitado la vida tras un conflicto amoroso y, tal vez, impulsada también por la desesperación de su estado. Una tragedia humana: la de una joven abandonada y encinta, incapaz de sobrellevar su dolor.

El doctor aparece vestido de negro, con una levita poco apropiada para su labor. Aunque en aquel tiempo todavía no era común el uso de la bata blanca, al menos se habría esperado un delantal para afrontar la crudeza de la operación.

Con la mano derecha, apoyada sobre la mesa, sostiene el bisturí; con la izquierda, levanta el corazón recién extraído, al que dirige una mirada fija y absorbida.

En una mesa contigua reposan los utensilios para lavar el cadáver: espátulas, esponjas, un cuenco con agua y, como material quirúrgico, dos simples cuchillos de cocina.

Detalle de la mesa contigua

En otra mesa próxima, por detrás del médico, cuelga una toalla muy limpia. 

Detalle de la otra mesa 

Impresiona la luminosidad de los frascos de cristal que están en el alfeizar de la ventana y el reflejo de la ventana sobre el agua del cuenco.

Detalle de los frascos de cristal que están en el alfeizar de la ventana

El cuerpo desnudo de la joven, dispuesto en escorzo, domina la escena y otorga profundidad al espacio casi sumido en la penumbra.

A pesar de la muerte, conserva un leve resplandor de color, evitando la lividez cerúlea propia de un cadáver.

Su piel, tersa y limpia, transmite cierta calidez y dulzura, como si el artista hubiera querido sustraerla al rigor de la autopsia, pues no se perciben huellas de traumatismo ni manchas de sangre en los paños inmaculados que la cubren en parte.

El pecho aún firme habla de la brevedad de su vida, segada en la juventud, acaso (según una lectura piadosa) para librarla de futuros sufrimientos.

Reposa sobre la austera mesa, apagada para siempre la luz de una existencia que, sin duda, iluminó a quienes compartieron con ella fugaces instantes.

Su cabello casi pelirrojo, de un cobrizo cercano al fuego, cae descuidado más allá del borde, invitando al espectador a imaginar las caricias que antaño recorrieron sus rizos.

El brazo inerte, colgando flácido, rompe la horizontalidad de la composición y subraya la sensación de muerte. Se trata de un recurso iconográfico de larga tradición, sobretodo religioso, pues lo vemos en el Descendimiento, en la Piedad y, ya en tiempos modernos, reinterpretado por David en La muerte de Marat.

La tela que cubre parcialmente la mesa resulta igualmente significativa. Aunque sabemos que el cuerpo reposaba directamente sobre la fría losa, el pintor introduce ese paño como recurso compositivo, aportando riqueza cromática y un contraste que equilibra el dramatismo de la escena.

Detalle de la joven

Dato curioso es el hecho de que el pie derecho tiene solo cuatro dedos o al menos presenta un quinto dedo varus e  infraducto,  bajo el cuarto, de tal grado que impide su visualización desde un plano frontal. Se trata de una malformación que el artista podía haber obviado, porque, académicamente hablando, un pie debe tener sus cinco dedos, pero que nos sirve para manifestar la presencia de patologías del pie en la pintura.

Detalle del pie

El cuadro es conocido popularmente con el título “¡Y tenía corazón!”, una denominación poco afortunada por su matiz peyorativo, al insinuar que las prostitutas carecieran de sentimientos.

La joven yace muerta prematuramente, atribuida por algunos a los “excesos de una mala vida”, aunque quizá resulte más verosímil pensar en causas como el hambre o la tuberculosis, azotes frecuentes entre las clases más humildes.

El médico que practica la autopsia parece sorprendido de que aquella mujer “de la calle” tuviera un corazón. En este juego de significados, el pintor pudo querer transmitir a los salones burgueses la idea de que incluso en los estratos más bajos de la sociedad puede latir un corazón noble.

El artista nos conduce así a contemplar el órgano vital de la anatomía humana, cargado de una fuerte dimensión simbólica, pues tradicionalmente es considerado sede de los sentimientos y morada de lo divino, en contraposición al razonamiento, el corazón se erige como emblema de lo más íntimo y esencial del ser humano.

Detalle del médico con el corazón en la mano

Por Andrés Carranza Bencano

domingo, 31 de agosto de 2025

 SIMBOLISMO DEL PIE EN LA PINTURA

Bailarinas. Edgar Degas.

Bailarina ajustándose las zapatillas. Edgar Degas. 1885. Pastel sobre papel. 45,72 x 60,96 cm. Dixon Gallery and Garden.Menphis. EEUU. (ver) (CC BY 3.0)

¿Acaso alguien imaginaría las célebres escenas de bailarinas de Degas sin la presencia de sus pies, esos que condensan la esencia misma de la danza?

Entre sus lienzos dedicados al ballet destacan dos con idéntico título, considerados los más complejos dentro de este tema. Representan una visión idealizada del salón de ensayo de la Ópera de París, donde jóvenes alumnas, acompañadas por sus madres, se preparan para el día del examen. El único personaje fijo en ambas composiciones es el maestro Jules Perrot, un coreógrafo de gran renombre en la época.

A lo largo de la historia del arte muchos pintores se han volcado en un motivo predilecto: Rembrandt en sus autorretratos, Cézanne en las manzanas, Van Gogh en los cipreses. Sin embargo, ninguno cultivó una relación tan intensa con un tema como Degas con la danza. En el momento de su muerte se contaban unas 1.500 obras, entre óleos, dibujos y esculturas, dedicadas a las bailarinas, la mitad de toda su producción.

Esa fijación resulta aún más intrigante si se considera que Degas era visto como un hombre misántropo y misógino. El ballet del París decimonónico estaba lejos de ser un espectáculo refinado: era un entretenimiento popular en el que abundaban los espectadores masculinos de clase acomodada, interesados tanto en la técnica como en la sensualidad de los cuerpos en escena. Los abonados a la Ópera incluso podían acceder al foyer de danse, un espacio donde trataban directamente con las jóvenes intérpretes. La mayoría de las bailarinas provenía de familias humildes y entraba al teatro siendo niñas, con la esperanza de huir de la miseria, bien logrando el estrellato, bien gracias al apoyo económico de un protector.

Hacia 1870 la danza se convirtió en el eje central de la obra de Degas y lo acompañó hasta el final de sus días. Cuando la pérdida de visión le impidió pintar, comenzó a modelar esculturas de bailarinas. Su mirada ensayó múltiples enfoques: desde la platea, el foso de la orquesta o los palcos; en composiciones recortadas por el telón, al pastel, al óleo o con tiza; figuras exhaustas, ensimismadas, distraídas o en pleno movimiento.

La originalidad y la audacia técnica lo situaron, junto a Tiziano y Picasso, entre los grandes innovadores de la pintura occidental. Tras la muerte de Manet en 1883, se convirtió en una figura intelectual de referencia en el ambiente artístico parisino. Su obsesiva búsqueda de la perfección lo llevaba a trabajar durante horas sin descanso; era tal su dificultad para dar por terminada una obra que se cuenta cómo un cliente encadenó un cuadro a la pared para impedir que el pintor se lo llevara de nuevo al taller.

Más allá de la destreza técnica, sus lienzos transmiten una experiencia íntima: bailarinas sin rostro definido, sudorosas, fatigadas o absortas en sus pensamientos. Frente a sus cuadros el espectador se siente casi un intruso, un testigo oculto de un instante privado.

En lo personal, Degas fue un hombre reservado y enigmático. Nunca se le conocieron relaciones afectivas. Manet lo describía como incapaz de amar; Émile Bernard lo creía impotente; Van Gogh opinaba que, si hubiese mantenido trato carnal con mujeres, habría perdido la capacidad de pintarlas. A la par, su salud se quebraba: a partir de los cincuenta años comenzó a perder la vista, lo que lo llevó a abandonar progresivamente el óleo en favor del pastel, técnica que le permitía acercarse más al soporte y trabajar con mayor precisión.

El avance de la enfermedad, sumado a su carácter huraño, lo volvió cada vez más solitario. Pasaba largas temporadas encerrado en su estudio, reacio a visitas y con arranques de cólera contra cualquiera que invadiera su espacio. En sus paseos por París lanzaba insultos, en especial de carácter antisemita, lo que le ganó fama de hombre amargado y hostil. Su desdén por el comercio del arte lo llevó a vivir con estrecheces económicas; acumuló deudas, fue llevado a juicio y terminó perdiendo su vivienda.

Los últimos años de Degas transcurrieron en la penumbra de la ceguera, errando por las calles parisinas, aislado y sin compañía. Murió en 1917. Quedaron, como único legado, las obras que hoy pueblan los museos del mundo. Resulta difícil imaginar que tras las líneas delicadas y los colores luminosos de sus danzarinas se ocultara una existencia marcada por la soledad, la obsesión y la amargura.

Bailarina basculando (bailarina verde). Edgar Degas. 1877-1879. Pastel y gouache sobre papel. 64x36 cm. Museo Nacional Thysse-Bornemisza. Sala 33. (ver) (CC BY 3.0)

Muestra una vista del escenario, con varias bailarinas dando la sensación de movimiento. Son captadas desde uno de los balcones laterales en alto. Solo una se muestra de cuerpo entero, en un complicado y rápido giro, las demás están cortadas. Al fondo, varias bailarinas, en rojo, esperan su turno de actuación.

La clase de Baile. Edgar Degas. 1871. Óleo sobre lienzo. 88,5x75 cm. Musée d’Orsay. (ver) (CC BY 3.0)

Muestra a las bailarinas del cuerpo de la Ópera de París, junto a su maestro Jules Perrot. El cuarto está iluminado por una gran ventana fuera del encuadre a la derecha pero que se refleja, con gran maestría, en el espejo de la izquierda. Las bailarinas parecen que están cansadas, pues mantienen posiciones indolentes como y rascarse la espalda. Todas están representadas individualizadas, menos abstractas que en muchas de sus otras obras posteriores, pero enfáticamente "desde la distancia".  La figura de Perrot, se agregó a la pintura hasta 1875, ​ basándose en un boceto anterior que también utilizó para la variante de la pintura para Faure.  También son llamativos los diversos detalles de la obra, como el perrito, la regadera y las pilastras de mármol negro veteado cuidadosamente trabajadas. 

La clase de Baile. Edgar Degas. 1874. Óleo sobre lienzo. 83,2x76,8 cm. Museo Metropolitano de Arte. Nueva York. (ver) (CC BY 3.0)

La versión complementaria de 1874 muestra la clase en la antigua ópera de la rue Pelletier, que en realidad se había incendiado el año anterior. Junto al espejo se ve aquí un cartel anunciando el Guillermo Tell de Rossini. 

Bailarina en verde. Degas, Edgar. 1883. Pastel sobre papel. 71 x 37,9 cm. Museo Metropolitano de Arte. Nueva York. (ver) (CC BY 3.0)

En todas sus obras sobre las bailarinas destacan los pies, en sus múltiples posiciones, necesarios para dar la sensación de movimiento. Sin la presencia de los pies todas estas obras no tendrían ningún sentido.

Por Andrés Carranza Bencano

viernes, 29 de agosto de 2025

PATOLOGIA DEL PIE EN LA PINTURA

Hallux Valgus

Apolo persiguiendo a Dafne. Giovanni Battista Tiepolo.

Apolo persiguiendo a Daphne. Tiepolo, Giovanni Battista. 1755-1760. Óleo sobre lienzo. 68,5 x 87 cm. Galería Nacional de Arte. Washington. (ver) (CC BY 3.0)

La historia de Apolo y Dafne procede de la mitología grecolatina y fue narrada con especial belleza en las Metamorfosis de Ovidio.

Apolo, hijo de Zeus y Leto, es el dios griego y romano de la belleza, de la música, la poesía, la medicina y la profecía, además de estar estrechamente vinculado al Sol. Encarnaba el ideal de perfección masculina y simbolizaba la armonía y la luz.

Eros (Cupido) era una divinidad traviesa asociada al deseo. Según ciertas tradiciones, nació de la unión de Poros (el Recurso) y Penía (la Pobreza), y se vinculaba al poder del amor en sus múltiples formas.

Dafne, por su parte, era una ninfa hija de un dios-río, identificado en distintas fuentes como Ladón o Peneo. Su padre deseaba verla casada para tener descendencia, pero ella suplicó permanecer virgen, al estilo de Artemisa, hermana gemela de Apolo. Pese a ello, su extraordinaria belleza atraía incesantemente a pretendientes.

El conflicto se desencadenó cuando Apolo, se burló de Eros (Cupido) por usar arco y flechas, armas de cazadores y guerreros, despertando la ira del pequeño dios. Este, en venganza, lanzó dos flechas opuestas: una de oro, que encendía el amor, y otra de plomo, que lo rechazaba. La primera alcanzó a Apolo, inflamándolo de pasión por Dafne; la segunda hirió a la ninfa, llenándola de repulsión hacia cualquier forma de amor.

El resultado fue una persecución desesperada, pues Apolo, consumido por el deseo, corría tras Dafne. Cuando estaba a punto de ser alcanzada, la joven imploró ayuda a su padre, el río Peneo (Ladón), y a su madre la diosa Gea. En respuesta a sus súplicas, su cuerpo comenzó a transformarse: la piel se volvió corteza, los brazos se alargaron en ramas y sus pies echaron raíces en la tierra. Se había convertido en un laurel.

Apolo, desconsolado, abrazó el árbol en el que su amada había quedado metamorfoseada. Como ya no podía poseerla, le otorgó un homenaje eterno: el laurel sería desde entonces su árbol sagrado, y con sus ramas se coronaría a héroes, poetas y vencedores en los Juegos Olímpicos, símbolo imperecedero de gloria y victoria.

Apolo persiguiendo a Daphne. Tiepolo, Giovanni Battista. 1755-1760. Óleo sobre lienzo. 68,5 x 87 cm. Galería Nacional de Arte. Washington. (ver) (CC BY 3.0)


En cuanto al cuadro que ilustra este mito, su estilo lo vincula a los frescos realizados por el artista en la Villa Valmarana, en Vicenza, hacia 1757. Formaba pareja con otra obra titulada Venus y Vulcano y pasó por diversas colecciones privadas, entre ellas la de Friedrich Jakob Gsell en Viena, hasta llegar finalmente al museo de Washington desde la colección de Samuel Henry Kress.

La composición se organiza mediante una fuerte diagonal que divide la escena. A la derecha aparece Apolo, coronado de laurel, y a la vez caracterizado por una aureola, símbolo del Sol que él representa, resaltada por el tono amarillo del manto que le envuelve. Porta el carcaj (recipiente alargado, a menudo cilíndrico, que se usa para transportar flechas y que puede llevarse colgado del hombro, la cintura o la espalda) y tiende el brazo hacia Dafne, en pleno proceso de transformación en árbol.

Detalle de Apolo

A la izquierda de esa línea imaginaria se agrupan otras figuras: un niño desnudo y alado que representa a Eros, un anciano de barba espesa y gesto severo (símbolo del dios fluvial Peneo), y la propia Dafne, semidesnuda, que se apoya en su padre mientras su túnica se desliza y su pierna se convierte ya en tronco.

El pequeño Eros-Cupido, que ha provocado el drama, se oculta tras el manto de Dafne para librarse de la cólera de Apolo. 

Detalle de Cupido

El anciano está agachado y gira la cabeza, está junto a un remo y sujeto a una gran tinaja de la que brota agua como símbolos de que es un dios fluvial.

Detalle de Peneo

Dafne se echa hacia atrás, se apoya en su padre mientras su túnica se desliza y su pierna se convierte ya en tronco bien prendido en la tierra y sus manos son las ramas incipientes del laurel.

Detalle de Dafne

Por lo tanto, la historia de Apolo y Daphne es interpretada por el artista como una especie de escena divertida en el espíritu de Bush o Fragonard, donde los héroes descuidados están ocupados con juegos y entretenimiento.

Detalle del pie del dios Peneo

Destaca en primer plano el pie de Peneo con una clara deformidad en Hallux Valgus (Juanete),

Por Andrés Carranza Bencano