MUERTE EN LA PINTURA
Conversión del Duque de Gandía. José Carbonero.
Este cuadro
de gran formato nos muestra la visión pictórica más célebre y sobrecogedora de
la renuncia al mundo de Francisco de Borja y Aragón (VER), marqués de Lombay y
luego IV duque de Gandía, tras contemplar el cadáver putrefacto de la
emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, muerta en Toledo el 1 de mayo de 1539, con solo 36 años de edad.
Su hijo Felipe encabezó los funerales, pero Francisco de Borja fue
comisionado para organizar la comitiva que escoltó el cuerpo de la emperatriz desde Toledo hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, donde sería sepultado junto a los
restos de los Reyes Católicos.
La escena tiene lugar el día 18, momento en que
se descubrió el féretro antes de introducirlo en el sepulcro, a fin de
corroborar una vez más su identidad. Al ver descompuesto el rostro de la
emperatriz que el mundo había admirado por su belleza, dijo: "He traído el
cuerpo de nuestra Señora en rigurosa custodia desde Toledo a Granada. Jurar que
es Su Majestad no puedo. Juro que su cadáver se puso ahí".
El cuadro recoge el instante de la entrega del cuerpo de la emperatriz y la reacción de Francisco de Borja al abrirse el féretro: “tiembla el marqués, da un gemido, su rígida fuerza pierde y á los brazos de su gentil-hombre, flojo y desplomado viene”. Francisco de Borja se nos muestra totalmente derrumbado y apoyado en el hombro de su gentilhombre.
La atractiva
belleza física y espiritual de la soberana, que había cautivado a toda la
Corte, convertida ahora en repulsiva carroña, determinaron entonces al noble
a decir: “Nunca más, nunca más servir a
señor que se me pueda morir”, ingresando pocos años después en la orden de
los jesuitas, siguiendo a san Ignacio de Loyola, donde alcanzaría una vida de
santidad.
La muerte
como protagonista absoluta de la composición y la manifestación pública de la
rendida devoción que el entonces marqués sentía por su reina, en presencia de
su propia esposa, Leonor de Castro, camarera de la emperatriz e identificable
con la mujer que oculta el rostro para enjugar su llanto.
Destaca, igualmente,
el personaje que abre el ataúd cubriéndose la nariz por el inaguantable hedor
de la putrefacción.
En el suelo,
junto al túmulo, el gorro del noble, abandonado tras retirarse conmocionado del
cadáver.
La diversa
expresión emocional de cada uno de los personajes, llorosos, asombrados,
curiosos o circunspectos los miembros de la corte de la emperatriz e impasibles
los representantes del clero.
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